Hace unos días colgué el vídeo de una de las charlas de introducción a la Inteligencia Emocional que formaban parte de mi proyecto. Recuerdo que, mientras colocábamos la sala para dar la charla, Lola me preguntaba: «Bueno, cuéntame. ¿Cómo es que hemos llegado aquí?».
Lo dejé ahí, aparcado. Lo puse en ‘stand-by’ como me gusta decir a mí. No lo había vuelto a analizar hasta que Paco terminó de editar el vídeo y me dijo que había llegado el momento de subirlo a YouTube. Quise hacer también una reseña en el blog sobre este vídeo y fue entonces cuando nuevamente resonó esa pregunta en mi cabeza. Con esa cualidad que tienen los pensamientos para ordenarse cuando los hablas con alguien o los escribes, todo empezó a situarse. ¿Cómo he llegado aquí? Os cuento…
Hace un año exactamente llegaba yo de una peregrinación muy especial que me había llevado lo más lejos de casa que había estado en mi vida: Tierra Santa, Jerusalem, Belén… Bueno, ya sabéis, imagino que muchos habréis reconocido esa cúpula dorada mundialmente famosa. Aunque, en realidad, este no es el principio de la historia…
La historia empieza cuando llegué a una bifurcación de mi camino, de esas que aparecen en nuestra vida de tanto en tanto, y me quedé allí sin saber por cuál de aquellos senderos continuar. No obstante, mi alma sabía por dónde quería ir y yo no daba crédito a aquello. La vida nos sorprende a menudo y nosotros también nos damos sorpresas de tanto en tanto a nosotros mismos. Tanto dudé, tanto esperé, tanto negué lo que en el fondo sabía que era correcto que casi llegué a romperme por la fuerza con que me negaba a mí misma, con que negaba lo que necesitaba mi ser. Posteriormente muchas personas me han hablado de cuánto admiran lo valiente que he sido y lo fuerte que fui al dar aquel paso. Realmente fue una huida hacia adelante de mi espíritu vital pugnando por salir sin que yo pusiese casi voluntad. A veces, la necesidad interna es tan grande, que decide tomar la iniciativa y salvarnos incluso de nosotros mismos cuando no somos capaces de tomar las decisiones que nos llevan allí a donde queremos ir.
Cuando tomé aquella decisión, di el primer paso aunque no sabía a dónde me llevaría, aparte de fuera de mi casa con nada más que algo de ropa en mi maleta roja. Después di muchos otros pasos, al principio sin saber muy bien dónde me llevarían, pero cada uno de ellos me iba llevando desde la enfermedad física, desde la pérdida potente, desde ese no saber y al mismo tiempo estar tan seguro… Hay una hermosa leyenda del poeta Rumi, “la leyenda de la perla”, que habla de cómo los buscadores de perlas bajan al fondo marino a por las ostras que contienen las perlas y lo hacen a pulmón, sin botellas de oxígeno. Habla de cómo los más resistentes pueden bajar más que los otros y encuentran las perlas más hermosas, aunque terminen agotados por el esfuerzo que eso supone. Muchas veces recordé esa hermosa leyenda de Rumi en aquellos meses en que yo anduve paseando por el fondo, buscando aquella perla que quizás alguna vez tuve, o quizás no, pero que en ese momento claramente no tenía. Invertí tiempo en caminar por lugares que nunca había transitado y también en recuperarme físicamente de aquella rara enfermedad que me dejaba en cama con cuarenta de fiebre cada dos por tres y que casi no me permitía ingerir comida… Y así, poco a poco, todo fue lentamente situándose mientras seguía dando pasos.
Y llegó el gran día. Volví a llenar mi maleta roja y me fui a lo que yo pensaba era el gran peregrinaje de mi vida. Allí, en Emaús, donde me hice esta foto de mis pies, negros y quemados del sol del desierto y de caminar con las sandalias con ellos al aire. Allí, en el centro del mar de Galilea, orando en medio de la noche, recordando los pasos de Jesús en la Tierra, sintiendo tantas cosas que sólo en sitios tan especiales y tan cargados de emotividad como ésos se pueden sentir. Allí, en Jerusalem, frente al muro de las lamentaciones enviándole mensajes a Dios, recorriendo las calles de la Ciudad Santa junto con todos mis compañeros de viaje, en alguno de aquellos momentos maravillosos de silencio (quizás en el huerto de Getsemaní, quiero pensar por romanticismo, el ser humano tiende al melodrama, qué le vamos a hacer)… Allí, decía, me di cuenta que mi peregrinaje hacía mucho que había comenzado, que en esta Tierra todos somos peregrinos de la vida, que cada paso que había dado desde el día de mi nacimiento me trajo aquí donde estoy en este momento, que sea quien soy ahora. Me perdoné por no haberme escuchado, por haberme dejado enfermar, por amar a los demás y no saber amarme a mí misma, por tantas cosas que hicieron que tuviese que abandonar aquella vida portando sólo mi maleta roja. Sin duda, aquellos olivos milenarios, con su sombra sabia y acogedora en aquella noche de silencio, supieron poner en mi mente la magia necesaria para que esa certeza surgiese, para que ese milagro ocurriese dentro de mí.
Vine renovada, como habréis podido deducir, y durante muchos meses mi maleta roja (la pequeña) y yo hemos hecho muchos kilómetros yendo y viniendo de Madrid. Hasta allí me desplazaba todas las semanas para estudiar y prepararme y al final de curso, yo, que tenía pánico escénico y que me agobiaba si hablaba delante de más de cuatro personas, me encontré dando esta charla que os dejo en YouTube. A veces nuestros pasos en la vida nos deparan hermosas sorpresas. Sólo es cuestión de dejar que esa magia, esa fuerza, esa energía vital, esa fe…, en fin, podéis llamarlo como queráis, es cuestión, decía, de abandonarnos a ella y dejar que guíe nuestros pasos.
Nuestra alma sabe que nosotros somos peregrinos, que la vida es caminar y que en todos los caminos hay bifurcaciones, cruces y desvíos. Ella, como peregrina sabia que es, sabe por dónde ir. Nosotros sólo tenemos que escucharla.
Así es que por eso estoy aquí: porque un día mi alma decidió que estaba harta de ser ignorada y a mí no me quedó más remedio que escucharla.
Aquí os pongo la charla por si aún no la habéis visto y os apetece hacerlo ahora.
Que texto tan emotivo
Excelente, que verdad lleva felicidades
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