Un Universo de posibilidades

Hay veces en la vida en que te sientes perdido. Pero no perdido como el niño que desconoce el camino y avanza con tranquilidad sin saber que se ha perdido, no.

Perdido como un viejo marino que conoce los caminos, que sabe adónde le llevan, que posee los conocimientos necesarios para transitarlos pero no es capaz ahora de encontrar la estrella Polar en el cielo, no recuerda la forma de la Cruz del Sur. Conoce todos los caminos pero ahora no sabe si se dirige al Norte o al Sur. Tiene los conocimientos necesarios, pero ha perdido las referencias. Conoce cada ola, cada viento y cada crujido de su barco, sólo que en este momento no sabe adónde dirigirlo.

En otras ocasiones me he sentido perdido pero no conocía los caminos y me lanzaba a recorrerlos con ansia y desespero, esperando que la acción, aunque fuese desesperada, me indicase la dirección correcta, el camino adecuado. Tremenda pérdida de energía, correr de un lado a otro sin objetivo ni dirección, con la única satisfacción de no estar parado sin hacer nada.

A veces en la vida te sientes perdido y no eres capaz de reconocerlo. Por eso corres de un lado a otro aparentando que sabes dónde vas, que no has extraviado las referencias. Y está bien si lo que quieres es dar vueltas sin sentido, con tal de no estar quieto y tener la oportunidad de ser consciente de lo que en realidad te ocurre. No es muy sabio navegar en círculos…, pero, eso sí, justifica que estás muy ocupado trabajando en la navegación.

También hay veces en que Tú quieres perderte y fondear tu barco imaginario en mitad del mar y observar la cadencia del paso del tiempo…, pero ahí no estás perdido de verdad; es algo buscado y premeditado. Te escondes nada más, así que no tiene el mismo efecto. Recuerdas a la perfección los mapas celestes, eres capaz de orientarte. Quieres descansar, desconectar, pero no estás perdido, sólo un poco harto.

Y quizás, sólo quizás, alguna vez en la vida sientas que no sabes hacia dónde avanzar. Quizás ocurra que olvides las referencias o ya no te parezcan válidas, y con un poco de suerte por tu parte y algo de experiencia acumulada puede que no sientas la necesidad de correr de un lado a otro para simular que sabes qué hacer.

Puede que incluso te permitas reconocer ante ti mismo:

ESTOY TOTAL Y ABSOLUTAMENTE PERDIDO.

Y en ese momento decidas anclar tu barco en mitad del mar, o en un puerto tranquilo o en una isla desierta. O quizás plantes tu silla en un cruce de caminos si eres caminante en vez de marino y te quedes allí, sereno, disfrutando por una vez de haberte perdido, de no saber adónde ir, ni qué hacer, ni hacia dónde dirigirte.

Paladeando el Universo de posibilidades que se despliega en el horizonte y permitiendo, desde la sabiduría que confiere el haber gastado mucha energía en caminos baldíos, que la acción correcta y necesaria surja por sí misma; que el timón de tu corazón encuentre por sí mismo la estrella Polar, la de siempre o una nueva, eso no es importante. Que tu brújula interna apunte hacia la Cruz del Sur por sí misma sólo porque le has dado el espacio y la calma necesarios para manifestarse.

A veces en la vida tenemos la suerte de perdernos un tiempo para así hallar el camino del Universo de posibilidades.

Te deseo días, noches, o semanas incluso, de extravío consciente en mares, caminos o desiertos y la suficiente paciencia para concederte el tiempo necesario que lleve activar esa brújula que hay dentro de ti y que sabrá guiarte en el siguiente tramo del camino.

El espía interno

Conciencia testigo.

Hay detrás de mí una sombra que no me pertenece, pero me sigue a cualquier hora. De forma disimulada miro hacia atrás para así saber si sigue ahí. Me espío.

Me espío al despertar, ese momento incierto y neblinoso, con la mente aún confusa y ocupada en memorias de sueños, rastreo todo mi cuerpo buscando confirmación de mi existencia en esta realidad.

Me espío en la ducha diaria, contrastando la sensación del agua en mi cara, el olor del jabón cuando se moja, su textura untuosa sobre la esponja, el efecto del agua en mi pensamiento.

Me espío cuando medito, persiguiendo fantasmas que me distraen, viajando a lugares que no conozco, planeando futuros que aún no existen.

Me espío cuando beso, queriendo captar el momento exacto en que mis labios presionan otra piel y analizar el cosquilleo que experimento.

Me espío cuando paseo, observando la fugaz imagen de mí misma reflejada en el escaparate.

Me espío cuando cocino, picando, probando, mezclando, cociendo y me espío pensando que nunca cocinaré tan bien como aquella a quién espío.

Me espío cuando hablo, y apunto meticulosa cada cosa que pienso y no digo, digo y no pienso, ejerciendo de inquisidora tenaz de mi locuacidad observada.

Me espío cuando escribo, y por encima de mi hombro leo mi escritura.

Me espío cuando la risa se apodera de mi ser, y mi espía alza una ceja pensando si el objeto de mi risa era en realidad tan gracioso, o quizás mi reacción haya sido un poco desmedida, mi risa demasiado fuerte, o mi carcajada inapropiada. Apunto estas observaciones en mi cuaderno de espía para poder analizarlas más adelante.

Me espío cuando acaricio a otro ser, y siento en la palma de mi mano otra piel, otro pelo…, intentando capturar la vida que hay más allá del objeto de mi observación y espionaje.

Me espío cuando camino: estira la espalda, flexiona los pies, levanta las rodillas, la cabeza alta… La espía apunta en su cuaderno dorado toda esta información que parece importante. Yo, a veces, al caer el día o al llegar la noche, abro el cuaderno y leo para que el observador que espía se sienta valorado.

Me espío cuando practico y ejecuto los pasos de una coreografía milenaria; (apunte al margen: pareces un pato mareado persiguiendo un mosquito). Me sorprende observar la forma despiadada en que me hablo a mí misma, apunto en el cuaderno dorado.

Me espío cuando pienso, y me interpelo a mí misma por pensar pensamientos que otros seres pensantes pienso que no piensan, y que no me dejan espacio para pensar en otros pensares más útiles que lo que en este momento pienso.

Me espío cuando lloro, sale agua de mis ojos y resbala por mi cara. Es una sensación rara. Los motivos no siempre son los mismos, a veces lloro de alegría, otras de tristeza, y otras sólo porque me aburro y quiero hacer algo.

Es una sensación extraña la del llanto. También se puede llorar sin lágrimas, y entonces hay como una presión en el pecho y parece que el corazón se parte. Apunte en mi libro dorado: Mensaje importante: “Llorar sin lágrimas es más doloroso. Se recomienda liberar las aguas de la tristeza, cuando el agua fluye el dolor se aquieta”.

Espiar mis emociones llena gran parte de mi jornada laboral, y conlleva  un gran gasto de energía de observación, ya que, como decía antes, no siempre las reacciones físicas se corresponden con la misma emoción y eso hace que se complique mucho el trabajo de espía.

También me gusta espiarme cuando leo, y me sorprende mucho que el mismo texto, en prosa o en verso, genere en distintas personas diferentes reacciones, o incluso dependiendo del día, se pueda reaccionar de forma diferente al mismo texto.

Mi momento favorito de espionaje es cuando escucho música; ahí se pueden contemplar oleadas de emociones que las notas provocan. La música puede transportar a estados emocionales distantes entre sí sin que haya otro estímulo. Es curioso cómo influye. Haré un capitulo en mi cuaderno dorado de espía sobre la influencia de la música en los estados anímicos.

Me espío en cada momento y observo.

Puedo sentir el sabor de la comida en mi boca; los sabores agradables a mis sentidos me provocan alegría y satisfacción, mientras que los menos agradables me provocan rechazo y repulsión.

Me sigo espiando, y voy llenando de apuntes mi cuaderno dorado de espía; el trabajo de observación de todo aquello que desea o quiere ser objeto de observación ocupa a tiempo completo la jornada para aquellos que en verdad quieren entregarse al espionaje de sí mismos.

En la total consciencia de mí misma, de mi ser y mi sentir, me espío.

LOS GLADIADORES

“Ave caesar, morituri te salutant”.

Este saludo que dedicaban los gladiadores al césar antes de comenzar sus batallas es la frase que vino a mi cabeza cuando, hace unos días hablando con un amigo, él me decía: “Yo tengo asumido que algunos venimos a esta vida a luchar, a estar luchando siempre, y cuando terminamos con una batalla empezamos con otra, sin tregua…”. Y añadía también: «Yo ya lo he aceptado, pero quizás tú, que crees en las energías, el Universo y esas cosas, me puedas decir cuál es la razón de que esto sea así”.

Yo me quedé pensando en cómo, desde que llegamos a esta vida, podríamos saludar a un césar hipotético con: “Ave césar, los que van a morir te saludan”, porque si hay algo que es seguro desde nuestro nacimiento, es nuestra muerte.

Pensaba cómo nuestra vida se parece a la preparación de los gladiadores: vamos entrenando, alimentándonos y ejercitándonos, todo con el único fin de enfrentar batallas y luchar. Como en un ciclo sin fin, al igual que la rueda del dharma, se nos va seleccionando para saber en qué grupo iremos, como dice la famosa frase: ”Dios reserva las mejores batallas para sus más grandes guerreros”. Y así, una y otra vez saltamos a la arena y libramos la batalla que en ese momento nos toque.

Si salimos vencedores gozamos de una temporada de preparación, descanso y algo de relajación, pero, no obstante, de forma irremediable pende sobre nosotros, cual espada de Damocles, otra batalla, el siguiente adversario, el próximo escalón que superar para afrontar el ciclo que viene o para terminar de soltar el ciclo anterior, tanto da, porque como buen gladiador que eres te dices a ti mismo que el Universo, Dios, tú como alma planeando esta encarnación o las tejedoras del Destino, decidieron en algún momento que eras un Gran Guerrero y que, como tal, lo tuyo es la lucha, con lo que, más que aceptar, te resignas y así te entregas a la rueda sin fin, cual hámster de dos patas sin plantearte cualquier tipo de alternativa. Pero tal vez haya alternativa, ¿o estamos condenados a ser gladiadores? Y si así fuera, ¿dónde quedaría el libre albedrío?

Queridos gladiadores, durante toda esta semana que llevo pensando en este tema puedo ver en mi mente la imagen de la película Gladiator cuando Russell Crowe, en la última escena, pasea por los campos de trigo. Y la pregunta salta sola en mi mente: ¿qué pasaría si los gladiadores se negaran a luchar? Dentro de nuestra programación salta rápido la respuesta: «Pues que mueres». Pero, ¿qué tal si la respuesta fuese: «Entonces, no hay juego»?

Quiero pensar, querido amigo, que nos entrenamos y creamos herramientas para ser capaces de entender que venimos a vivir, no a luchar. Que, sea cual sea la circunstancia que en este momento llega a mi vida, puedo elegir cómo vivirla y que, por dramática que sea la situación, hay una alternativa a la lucha. Y quiero pensar esto porque yo, que posiblemente sea una gladiadora con más edad que tú y curtida en más batallas, he descubierto que hay más fuerza en la relajación que en la tensión, que somos capaces de dar golpes más fuertes, contundentes y acertados desde la calma, mucho más que desde la alteración, que es más fácil fluir con el rio que intentar contenerlo.

Hay corrientes en este Universo que nos superan en fuerza y en entendimiento. Enfrentarse a ellas como grandes gladiadores es muy loable pero muy cansado, querido amigo, así que te comparto mi decisión: Deponer las armas, fundirme con la arena y caminar por los campos dorados. Sea cual sea la situación no quiero luchar más. He descubierto que es demasiado cansado. Así pues, me retiro del cuerpo de gladiadores.

Te espero en el equipo que recorre los campos dorados.

Eva Cassidy – Fields of Gold

VIVE SIN PEDIR PERMISO

Hoy quiero escribir para hacer una llamada a la insumisión vital. Quiero hacer una llamada al mundo en general para que cada uno haga lo que crea que debe hacer sin pedir permiso, así sin más.

En estas últimas semanas varias personas me habéis llamado por teléfono, o me habéis visitado en casa, quejándoos amargamente de cómo las personas que os rodean, las que se supone que más os aman y, por lo tanto, las que más tienen que apoyaros…, no os apoyan o no os animan o, en el caso de tener pareja, no os dan su permiso…

Cada una me contáis muy indignadas vuestro caso: “¡Es tremendo!, ¿cómo pueden no apoyarme?”, “Contaba con que me comprendiese”, “Quiero cumplir mi sueño, ¿es tan difícil de entenderlo?”, “¡¡¡No me deja que vuelva a estudiar!!!”… Bueno, podría seguir enumerando, pero creo que ha quedado claro lo que me queríais transmitir. Mi respuesta para todas vosotras ha sido muy parecida y de vuestras conversaciones ha salido este pequeño artículo. Parece un mal endémico del ser humano la búsqueda perpetua de permiso para cualquier cosa que queremos hacer, y este mal parece acentuarse si el ser humano pertenece al género femenino.

Así que hoy escribo para ti, querido ser humano que quieres: hacerte un tatuaje en algún lugar de tu cuerpo o no hacértelo, tener un hijo o no tenerlo, darle de mamar a tu hijo o criarlo con biberón, comprar un perro o adoptarlo, cambiar tu lugar de residencia o seguir dónde estás, echarte novia o no, salir con ese chico o no, cortarte el pelo o dejarlo largo, teñirte de rosa el cabello o quizás de verde, dejar periodismo y convertirte en modelo, irte a vivir un año al Amazonas, viajar por Groenlandia en bermudas, volar en parapente, explorar las fuentes del Nilo, meditar en un monasterio del Tibet, ir a hacer voluntariado con una ONG a una aldea perdida de África, volver a estudiar con 50 años, aprender un idioma con 60 años, darle un giro a tu vida y ponerla patas arriba, alquilar un barco navegar al centro de un lago y anclarlo allí para pasarte un mes durmiendo de día y mirando las estrellas de noche, dejarte la barba o afeitártela, depilarte o no, escalar una montaña o bajar a un valle, cocinar o comprar congelados…, en fin, podría seguir así por tiempo infinito.

Nadie tiene derecho a decirte lo que tienes que hacer con tu vida. Otra cosa es que nos sintamos obligados a dar nuestra opinión sobre todo y que, cuando alguien hace algo que se sale de nuestras creencias, pensemos que tenemos que reconvenirle igual que si fuese un niño pequeño.

Si eres mayor de edad (y económicamente independiente) tus decisiones sólo te atañen a ti. Toma conciencia de que tendrás que vivir con ellas el resto de tu vida y que cada decisión que tomas tiene unas consecuencias. Y si tomando todo esto en cuenta sigues queriendo hacerlo, pues ADELANTE, no necesitas el permiso de nadie, sólo el tuyo propio. Sólo necesitas estar convencida de que lo que haces es correcto. Piensa que si dependes tanto del “permiso” de los que te rodean quizás lo que ocurra es que estés buscando una excusa para no hacerlo y quieras derivar responsabilidades…

¿Eres adulta?, ¿sabes lo que quieres?, ¿estás segura de ello?, ¿estás dispuesta a afrontar las responsabilidades que de esa decisión se deriven?, ¿eres independiente?

Si la respuesta a todas esas preguntas es “sí”, ya está, puedes hacerlo, no necesitas el permiso de nadie. Haz lo que te haga feliz, persigue tus sueños, y si en esa persecución te arañas las rodillas, recuerda que tú decidiste este camino. No entregues a los demás el poder y la responsabilidad de dirigir tu vida. Y si intentan detentar ese poder, es muy simple: no les dejes.

Así pues, queridos seres humanos que me leéis, os llamo a la insumisión vital. Os llamo a hacer lo que os haga felices sin pedir permiso. Y cuando una persona cercana os comente algo nuevo y loco que quiere hacer, recordad, no necesita vuestro permiso (aunque es lícito dar vuestra opinión, sin rencores…, que somos adultos y podemos encajar una opinión en contra). A la hora de la verdad todos los que te aman te apoyarán.

¡¡¡Que seáis felices, queridos insumisos vitales!!!

APRENDE A VALORARTE

Desde el momento en que tomamos conciencia de esta vida se nos empieza a programar: se nos compara si nacimos más altos, con más peso, más tranquilos, más demandantes, más guapas o guapos según los cánones establecidos… Según vamos creciendo la programación sigue: si comenzamos antes a caminar, si hablamos, si no hablamos, si sonreímos, si no sonreímos… Cuando comenzamos a ir al colegio se mide nuestra capacidad de complacer a un sistema obsoleto, a través de unos baremos que terminan en notificaciones que reciben nuestros padres y que miden nuestras capacidades, repito, ¿¿¿nuestras capacidades???

Si nuestro interés por cumplir esos objetivos resulta ser poco o ninguno, saltan todas las alarmas. Y nuestros pobres padres comenzarán a decirnos que si no rellenamos esas figuritas de colores no seremos nadie en la vida y que no valdremos para nada. Y así, según vamos creciendo vamos buscando certificar lo que valemos, titular lo que valemos, demostrar lo que valemos.

Porque está claro que si TÚ no tienes una pared llena de títulos, no vales nada. Y si tu experiencia no está certificada, no vale para nada. Y si no has demostrado ante un tribunal lo que sabes hacer con un maravilloso y bien presentado proyecto, es que no vales nada…

Veréis, mi opinión es que cada ser humano que habita este mundo nace con un valor esencial intrínseco incalculable, que no necesita un certificado, ni un título, ni un experto, ni un tribunal, ni nada de eso para aportar valor, que es muy importante que cada uno de los seres adultos de este planeta interioricemos que nuestro valor esencial es algo innato en nosotros y, de esta manera, todos nuestros niños lo respirarán, lo vivirán y sabrán que son seres valiosos. Fijaos que no digo ‘importantes’, sino ‘valiosos’. Las personas que están seguras de su valor ya saben que son importantes y ya saben que no tienen que hacer nada más que existir para “valer”.

Cuidado, no quiero decir que no haya que estudiar o prepararse, no. Lo que quiero decir es:

1. Querido ser humano que me lees, viniste a este mundo a aportar un gran valor que ya está dentro de ti y quiero que lo sepas.

2. Ahora que estás informado de este detalle quiero decirte también que cualquier camino que quieras escoger para mejorar esta sociedad, para experimentarte o para crecer como persona, es perfecto y maravilloso.

3. Nadie es mejor que tú por haber conseguido más títulos universitarios o certificados terrenales (véase punto 1). Recuerda que tú naciste con un valor esencial que elegiste traer a este mundo y cómo lo manifiestas aquí es algo que tú decides.

4. Todas las profesiones son importantes y todas las personas que trabajan dignamente para crear un mundo un poco mejor están manifestando el valor esencial que vinieron a traer a este mundo.

Así que da igual si lo que haces está mejor pagado o no, da igual si lo que haces está mejor considerado socialmente o no, da igual que seas médica o seas el señor que conduce el autobús, seas técnico de luces, entrenadora de pilates o cocinero de un colegio…, eso es lo que “haces” y sólo define aquel trabajo con el que has decidido vivir en esta sociedad. Pero TU valor, querida lectora, tu valor esencial es lo que tú eres y eso, querido ser humano, está en todos nosotros. Ni mejor ni peor, ni mayor ni menor, está en cada uno de nosotros por el hecho de haber nacido.

Hoy escribo esto porque me gustaría un mundo en el que cada persona estuviese segura de su valor, en el que nadie tuviese que malgastar su energía demostrando lo que es, certificando su validez, titulando lo que vale. Quizás en un mundo así nuestros niños y niñas serían validados  automáticamente por unos adultos seguros de sí mismos, que no tienen que estar cada momento de cada día buscándose en sitios donde no se encuentran, intentando averiguar quién son o esperando que alguien les diga cuánto valen. Un mundo en el que cada ser humano sepa que sólo por existir ya aporta, independientemente de lo que haga.

Todo lo que está vivo tiene valor. Esto también se aplica a ti que lees esto, sea cual sea tu circunstancia.

“Tú ya eres, ese es tu valor. Y lo que vienes a traer al mundo se manifestará siempre que estés conectada con tu valor esencial y bien segura de él”.

VÍCTIMA DE TU PROPIA FORTALEZA

Tú eres muy fuerte”, esta frase lapidaria ha creado más cargas y corazas emocionales de las que podamos imaginar.

“Porque tú eres fuerte”, “puedes con lo que te echen”, “me gustaría ser tan fuerte como tú”, “tienes tanta fuerza, no te agobias por nada”, y así un largo etcétera…, y tú te lo crees y asumes ese papel de persona fuerte. Bueno, es cierto que eres fuerte y eso está bien, sólo que comienzas a adoptar el papel que se supone tienen que hacer los fuertes y es ahí donde comienzas a caer en la trampa.

Los fuertes no lloran, aunque sí que prestan su hombro para que los demás lloren en él. Los fuertes no se lamentan, pero escuchan los lamentos de los demás. Los fuertes se gestionan sus propios problemas, como tienen taaanta energía no necesitan ayuda de nadie, pero ayudan a los demás a solucionar sus problemas porque tienen muchos recursos y siempre saben qué hacer. Los fuertes son los que tienen que tomar las decisiones porque “ya quisiera yo ser como tú, que siempre lo tienes tan claro”. Los fuertes son el rompeolas de los menos fuertes, la muralla detrás de la cual todos quieren estar, esa protección segura, esos cuidadores ideales que siempre hacen lo que tienen que hacer sin quejarse y que, sea cual sea la tarea, siempre están dispuestos a hacerla; esa energía protectora que hace sentir a los demás que todo irá bien. Y en todo este patrón no escrito de comportamiento que encierra la palabra “fuerte”, se da por supuesto que el fuerte no necesita a nadie…

Bien, pues es cierto que estas personas existen, pero os voy a contar un pequeño secreto: son humanos. Y, por lo tanto, también tienen miedos y momentos de indecisión.

Y es que tenéis derecho a tenerlos y merecéis que los que os rodean os ayuden. Esos momentos duros no tenéis que vivirlos solos. Os está permitido lamentaros, sin caer en el victimismo, claro está. A veces es necesario dejar correr las lágrimas por la cara porque sí, y eso no os hace débiles, tan sólo humanos. Y merecéis que alguien os abrace y os diga que todo irá bien. Y también que otra persona organice las vacaciones, o la cena, o saque las entradas, o se ocupe de conducir…, eso no os convierte en vagos, ni en dependientes. Todos agradecemos dejarnos llevar de vez en cuando. Los cuidadores también necesitan cuidados, y dar por hecho que se cuidan solos es cuando menos un poco egoísta.

“Como eres fuerte, no necesitas a nadie”. ¡Qué mentira tan grande y cuánto dolor ha generado esta creencia! El fuerte está para todos y a la hora de la verdad se encuentra solo. Qué errados estamos. Y lo peor de esto es que de verdad la persona se convence de que tiene que ser así y se traga las lágrimas y los lamentos, no pide un abrazo y da sin descanso, hasta que en algún momento ya no puede más y se derrumba. Y entonces nadie se explica qué puede haberle pasado, ¡con lo fuerte que parecía!

La fuerza hunde sus profundas raíces en la capacidad de amar y entregarse a los demás. Suele ir acompañada de una profunda empatía y, con el tiempo, si no sabemos reconocer nuestra propia debilidad como parte de nuestra fuerza, se puede convertir en el cerrojo que cierra nuestra personal trampa emocional.

Todos saben que eres fuerte, pero deja que te ayuden. Solicita que te escuchen. Deja que te acaricien. Recuerda que los demás pueden tomar la iniciativa, no tienes porque ir tirando siempre de ellos. Es contraproducente para su crecimiento como personas y tú te agotas.

Los fuertes también lloran, así que no retengas tus lágrimas. Expresa tus decepciones y saca tus emociones. Porque ser fuerte no significa ser insensible, sólo indica que tienes la capacidad de resolver y enfrentar aquello que la vida te pone delante.

No dejes que tu fortaleza te convierta en su víctima emocional. Todos tenemos dones que ofrecemos a los demás. Si sabemos gestionarlos sin convertirnos en sus esclavos entonces será cuando estemos entregándonos de forma correcta.

Queridos fuertes, estáis aquí para mostrar a los demás su fortaleza, no para ser implacables.

Hasta la próxima, querida tribu.

Lo que trae el silencio

A veces, cuando estoy en silencio en ese espacio que algunos llaman meditar, otros hacer oración, otros lo llaman contemplación y, bueno, cada cual le da un nombre, el que a cada uno le sirve, siento que soy parte de “algo”. Me resisto a llamarle Dios porque las religiones se han apoderado de esa palabra y hay demasiadas connotaciones sobre ella. Parece que todos quieren apropiarse y llevarlo a su terreno para así poder racionalizar la experiencia. Como a mí no me apetece en ese momento que mis sensaciones pasen tantos filtros, prefiero disfrutar de ese instante en el que creo ser parte de “algo” y en el que, estoy convencida, ni yo ni nadie en este mundo, ni en ningún mundo, está solo. Sé, con una certeza total y absoluta, que alguien me escucha, que alguien me consuela, que alguien recoge mis lágrimas con amor, que alguien guarda en pompas de jabón mis risas, que alguien escribe en papiros nuevos y relucientes con elegante letra todas mis preocupaciones. Sé que soy amada porque siento el amor con tanta fuerza dentro de mí en ese momento que hay una certeza absoluta en mi corazón de la existencia de “algo, alguien” que no contiene ni es continente de ese amor, sino que “es” ese amor, sin vanagloria, sin fuegos artificiales, sin alboroto, ni estridencia, tan natural, tan tierno, tan real como la vida misma. En ese momento sé que todo lo bello existe, que todo el amor existe, que toda la luz existe y lo sé porque ese “algo, alguien” que siento como parte de mí es representante de ello. Y en ese breve instante, tan leve y tan fugaz, siento la pequeñez y la grandeza, todo al mismo tiempo, ser a la vez estrella y el Universo entero, la pequeña semilla y el inmenso campo de cereal, la minúscula gota y toda el agua de todos los océanos, la pequeña llama y todos los fuegos de todos los mundos, el breve instante y todas las eternidades unidas.

Durante un breve instante de certeza infinita sé que soy parte de Ti, aquel a quién no quiero poner nombre, y también que Tú habitas en mí, en ese espacio de mi interior en el que reina el silencio, al que sólo Tú y yo tenemos acceso.

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FAST FOOD LIFE

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Hace tiempo que deseaba hablaros de este tema, aunque en realidad no sabía cómo enfocarlo. No siempre resulta fácil sacar fuera de una forma ordenada todo eso que anda por ahí dentro de nuestra cabeza, ¿verdad?

Fue el otro día paseándome por Facebook que leí un comentario que me llamó la atención: “somos unos tragones”. Este comentario iba aplicado en otro contexto pero, como nos pasa a casi todos, los mensajes nos llegan si tienen algo que decirnos. Si no, pasamos olímpicamente, no es para nosotros. Y además, por supuesto, hacemos la interpretación que nos es propicia con respecto al momento que estamos viviendo o lo que estamos pensando. En fin, que el mismo mensaje dirá unas cosas u otras  dependiendo de quién lo oiga y de su momento. Eso me pasó a mí, me dio la clave para comenzar a darle forma a este nuevo post.

Vivimos una vida cada vez más rápida. Queremos todo y lo queremos ya: información y más información, cursos, comodidades, lujos, comida, tecnologías que nos mantienen entretenidos, máquinas que hacen las cosas por nosotros, que nos facilitan la vida (o eso nos dicen) y también nos hacen ganar o ahorrar tiempo, ser más rápidos y efectivos, más competitivos, llegar más alto, incluso hace poco leí que había bebés de “alta demanda”. En fin, queremos que todo sea más: más grande, más rápido, más satisfactorio, más efectivo, etc. Lógicamente esto está desembocando en que grandes segmentos de población padezcan unas tasas de estrés insoportables. Las personas no duermen, no comen, no hablan (me refiero a sentarse a charlar, no a chatear). Tienen que ahorrar tiempo, aunque exactamente no sé dónde va ese tiempo… Necesitamos hacer todo deprisa. Queremos acelerarlo todo: vivimos deprisa, nos «tragamos” el día a día. Decía Louise Hay: “tal como vives tu día a día, vives tu vida”. Es así, estamos viviendo una versión “fast food” de la vida. No somos conscientes de lo que comemos o de lo que vivimos, porque vamos apresuradamente consumiendo alimentos, vida, información, recursos. No queremos respetar los tiempos de siembra, crecimiento, floración, maduración. Queremos algo y lo queremos “YA”, en este momento, rápidamente. Tenemos que ahorrar tiempo para hacer todo lo que queremos. Cada vez más cantidad, cada vez más rápido. Queremos conseguirlo y pasar a lo siguiente.

Es por eso, imagino, que se han hecho tan populares las guías y listas de técnicas que te ayudan a conseguir rápidamente y sin apenas esfuerzo todo eso que deseas en tu vida: «las 5 claves para ser feliz», «los 5 pasos para saber si tu pareja es la perfecta», «los 4 pasos que debes dar para crecer espiritualmente», «las 7 claves del éxito», «cómo atraer la abundancia y hacerte millonario», «cómo tener un cuerpo perfecto y saludable en un mes», «todo lo que debes hacer para que tu satisfacción personal aumente»…, en fin, podemos seguir así el tiempo que queramos, pero no creo que sea necesario abundar más en el tema. Queremos la fórmula mágica y definitiva, convenientemente compactada en dosis manejables y en formato para llevar de forma que podamos adquirirla, pagarla, consumirla y olvidarnos para poder así pasar a otro tema.

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Hasta aquí todo bien. Al final todo es respetable: cada uno elige como vivir su vida o como “gastarla”, como también dicen muchos. Es sólo que, si lo que pretendemos es una mayor presencia de felicidad en nuestras vidas (y para eso antes tenemos que pensar y averiguar qué nos hace felices), eso nos requiere una dedicación, un tiempo, una pensada, vamos, ¿cómo lo haremos? ¡Ah, bueno, que tengo por ahí un tiempo ahorrado que no me acordaba!

Tenemos un día, o quince, o una semana al año ahorrados para ser felices. O eso nos dicen, porque luego después, puede que se frustren nuestras esperanzas porque esos días no son lo que esperábamos, surgen imprevistos que arruinan nuestros planes o bien no nos podemos permitir ese crucero que, seguro seguro, nos aportaría la felicidad soñada…

También hemos podido ahorrar algo de tiempo para ir a algún taller vivencial en el que se hacen meditaciones que garantizan el cambio en el instante, sin casi ningún esfuerzo por nuestra parte y con garantías de resultados óptimos. Sólo una reflexión por mi parte: si sólo somos felices algunos días, el resto del tiempo, ¿qué pasa?… Fast food life. ¿Es que sólo podemos ser felices en ese tiempo supuestamente ahorrado?

¿Y QUÉ ES PARA MÍ SER FELIZ? Esta pregunta os la dejo, pues a todos no nos hacen felices las mismas cosas, ¿o sí? Cada cual que piense y elija su respuesta.

El día a día no es fácil en nuestra sociedad. Demasiadas cargas sobre las personas, ahogadas por el estrés y la presión de las obligaciones. Con estas pocas palabras yo os invito a hacer una pequeña reflexión y abrir un pequeño espacio cada día en el que parar, inspirar, sentir la calidez del sol, pensar o dejar de hacerlo, escuchar o leer un poema, besar a tu pareja lento lento, charlar con tu amiga delante de un café o de una fuente o en medio de una plaza…

Os exhorto a crear un espacio en vuestro día a día para la placidez y la lentitud, para el disfrute y la toma de conciencia, sin esperar nada de ese momento. Simple y llanamente dedicar unos minutos cada día a saborear que estoy vivo y a tomar conciencia de que ser feliz es esto: SER CONSCIENTE, sin pastillas, sin prisas, sin presión. Sólo respirar la vida durante unos instantes y luego seguir, sin necesidad de ahorrar tiempo. Sólo tomar conciencia que la vida es cada instante, cada minuto, cada día, y “tomarnos nuestro tiempo para vivirla, en vez de tragarnos la vida”.

Os invito al pleno disfrute de vuestra vida. Os invito a disfrutar la vida cocinada a fuego lento, sin más FAST FOOD LIFE.

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CÓMO HE LLEGADO AQUÍ

Hace unos días colgué el vídeo de una de las charlas de introducción a la Inteligencia Emocional que formaban parte de mi proyecto. Recuerdo que, mientras colocábamos la sala para dar la charla, Lola me preguntaba: «Bueno, cuéntame. ¿Cómo es que hemos llegado aquí?».

Lo dejé ahí, aparcado. Lo puse en ‘stand-by’ como me gusta decir a mí. No lo había vuelto a analizar hasta que Paco terminó de editar el vídeo y me dijo que había llegado el momento de subirlo a YouTube. Quise hacer también una reseña en el blog sobre este vídeo y fue entonces cuando nuevamente resonó esa pregunta en mi cabeza. Con esa cualidad que tienen los pensamientos para ordenarse cuando los hablas con alguien o los escribes, todo empezó a situarse. ¿Cómo he llegado aquí? Os cuento…

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Hace un año exactamente llegaba yo de una peregrinación muy especial que me había llevado lo más lejos de casa que había estado en mi vida: Tierra Santa, Jerusalem, Belén… Bueno, ya sabéis, imagino que muchos habréis reconocido esa cúpula dorada mundialmente famosa. Aunque, en realidad, este no es el principio de la historia…

La historia empieza cuando llegué a una bifurcación de mi camino, de esas que aparecen en nuestra vida de tanto en tanto, y me quedé allí sin saber por cuál de aquellos senderos continuar. No obstante, mi alma sabía por dónde quería ir y yo no daba crédito a aquello. La vida nos sorprende a menudo y nosotros también nos damos sorpresas de tanto en tanto a nosotros mismos. Tanto dudé, tanto esperé, tanto negué lo que en el fondo sabía que era correcto que casi llegué a romperme por la fuerza con que me negaba a mí misma, con que negaba lo que necesitaba mi ser. Posteriormente muchas personas me han hablado de cuánto admiran lo valiente que he sido y lo fuerte que fui al dar aquel paso. Realmente fue una huida hacia adelante de mi espíritu vital pugnando por salir sin que yo pusiese casi voluntad. A veces, la necesidad interna es tan grande, que decide tomar la iniciativa y salvarnos incluso de nosotros mismos cuando no somos capaces de tomar las decisiones que nos llevan allí a donde queremos ir.

Cuando tomé aquella decisión, di el primer paso aunque no sabía a dónde me llevaría, aparte de fuera de mi casa con nada más que algo de ropa en mi maleta roja. Después di muchos otros pasos, al principio sin saber muy bien dónde me llevarían, pero cada uno de ellos me iba llevando desde la enfermedad física, desde la pérdida potente, desde ese no saber y al mismo tiempo estar tan seguro… Hay una hermosa leyenda del poeta Rumi, “la leyenda de la perla”, que habla de cómo los buscadores de perlas bajan al fondo marino a por las ostras que contienen las perlas y lo hacen a pulmón, sin botellas de oxígeno. Habla de cómo los más resistentes pueden bajar más que los otros y encuentran las perlas más hermosas, aunque terminen agotados por el esfuerzo que eso supone. Muchas veces recordé esa hermosa leyenda de Rumi en aquellos meses en que yo anduve paseando por el fondo, buscando aquella perla que quizás alguna vez tuve, o quizás no, pero que en ese momento claramente no tenía. Invertí tiempo en caminar por lugares que nunca había transitado y también en recuperarme físicamente de aquella rara enfermedad que me dejaba en cama con cuarenta de fiebre cada dos por tres y que casi no me permitía ingerir comida… Y así, poco a poco, todo fue lentamente situándose mientras seguía dando pasos.

Y llegó el gran día. Volví a llenar mi maleta roja y me fui a lo que yo pensaba era el gran peregrinaje de mi vida. Allí, en Emaús, donde me hice esta foto de mis pies, negros y quemados del sol del desierto y de caminar con las sandalias con ellos al aire. Allí, en el centro del mar de Galilea, orando en medio de la noche, recordando los pasos de Jesús en la Tierra, sintiendo tantas cosas que sólo en sitios tan especiales y tan cargados de emotividad como ésos se pueden sentir. Allí, en Jerusalem, frente al muro de las lamentaciones enviándole mensajes a Dios, recorriendo las calles de la Ciudad Santa junto con todos mis compañeros de viaje, en alguno de aquellos momentos maravillosos de silencio (quizás en el huerto de Getsemaní, quiero pensar por romanticismo, el ser humano tiende al melodrama, qué le vamos a hacer)… Allí, decía, me di cuenta que mi peregrinaje hacía mucho que había comenzado, que en esta Tierra todos somos peregrinos de la vida, que cada paso que había dado desde el día de mi nacimiento me trajo aquí donde estoy en este momento, que sea quien soy ahora. Me perdoné por no haberme escuchado, por haberme dejado enfermar, por amar a los demás y no saber amarme a mí misma, por tantas cosas que hicieron que tuviese que abandonar aquella vida portando sólo mi maleta roja. Sin duda, aquellos olivos milenarios, con su sombra sabia y acogedora en aquella noche de silencio, supieron poner en mi mente la magia necesaria para que esa certeza surgiese, para que ese milagro ocurriese dentro de mí.

Vine renovada, como habréis podido deducir, y durante muchos meses mi maleta roja (la pequeña) y yo hemos hecho muchos kilómetros yendo y viniendo de Madrid. Hasta allí me desplazaba todas las semanas para estudiar y prepararme y al final de curso, yo, que tenía pánico escénico y que me agobiaba si hablaba delante de más de cuatro personas, me encontré dando esta charla que os dejo en YouTube. A veces nuestros pasos en la vida nos deparan hermosas sorpresas. Sólo es cuestión de dejar que esa magia, esa fuerza, esa energía vital, esa fe…, en fin, podéis llamarlo como queráis, es cuestión, decía, de abandonarnos a ella y dejar que guíe nuestros pasos.

Nuestra alma sabe que nosotros somos peregrinos, que la vida es caminar y que en todos los caminos hay bifurcaciones, cruces y desvíos. Ella, como peregrina sabia que es, sabe por dónde ir. Nosotros sólo tenemos que escucharla.

Así es que por eso estoy aquí: porque un día mi alma decidió que estaba harta de ser ignorada y a mí no me quedó más remedio que escucharla.

Aquí os pongo la charla por si aún no la habéis visto y os apetece hacerlo ahora.